Vivimos en un mundo cada vez más “líquido”, en términos de
Bauman. Las sociedades tienden a centrarse en el individuo por sobre lo
colectivo, y los lazos de solidaridad sólo se ven en pequeñas poblaciones (y
hasta por ahí nomás).
La creación de vínculos sólidos es cada vez más difícil,
porque esta vida marcada por el consumo nos impone día a día un ritmo casi
imposible de seguir. Lo que ayer era tendencia hoy ya está “out” y hay que ir a
por lo nuevo, por lo último. Esto aplica tanto a los de “cuarenti…” como yo, a
los jóvenes, y particularmente a los adolescentes y niños, a quienes parece
dirigirse con mayor insistencia el armamento publicitario que crea sin solución
de continuidad nuevas y urgentes necesidades ficticias.
Pienso que los artilugios tecnológicos son el más claro
exponente de este fenómeno a nivel hogareño. El celular del año pasado –que
funciona perfectamente y hasta excede las necesidades y uso concreto que le da el
usuario-, es reemplazado por otro que permite por ejemplo contar cuántos pasos
caminaste desde tu casa a la parada del subte. Y me pregunto: ¿en serio? ¿Es
una función esencial que justifica el estipendio de no menos de diez o quince
mil pesos en algo que el año que viene vas a volver a “actualizar”?.
Y eso les transmitimos a los más chicos. La mochila intacta
del año pasado ya no va, hay que cambiarla por una más “cool”. Y así podríamos
seguir ad infinitum.
Es cierto, por otro lado, que muchas veces es muy difícil
sustraerse a esa vorágine que, aunque no queramos, termina arrastrándonos en
mayor o menor medida.
Entonces se me amontonan interrogantes cuya respuesta es tan
clara como compleja. ¿A dónde vamos a llegar con esta locura? ¿Nos damos cuenta
de que todas estas banalidades no conducen a otra cosa que a la acumulación de
trastos que vamos dejando de lado, que un día nos van a rodear hasta casi
asfixiarnos?
Cuando llego a este punto de mis propias reflexiones y
empiezo a ver las cosas de un tono gris aburrido, chato y desesperanzador;
siempre, indefectiblemente, la vida o el destino –como más les guste llamarlo-,
se empeña en contradecirme. Me sacude los hombros y me despeja las ideas.
¿Cómo? Poniendo en mi camino a personas que también sueñan, que también disfrutan
de un café y una buena charla, que vuelan –literal y literariamente-, que si tropezás
te sacuden la tierra de las rodillas y te alientan a seguir caminando.
Son personas inesperadas, regalos imprevistos de la vida que
te llenan el alma; con quienes estás aunque no estés, y están con vos aunque
haga meses que no los ves.
A lo largo de estos 46 primeros años, cada etapa del
recorrido me premió, andá a saber por qué, con entrañables compañeros de ruta.
Algunos que pasaron fugazmente, en el momento justo para
rescatarme y luego perderse en el tiempo y quedarse en los recuerdos. Son esos
que acompañaron los primeros pasos de la adolescencia y la vida adulta; cuando
vivimos los problemas como abismos imposibles de sortear y que en perspectiva,
al madurar, nos parecen pavadas. Muchas personas que entraron a nuestra vida
para dejar su huella y luego desaparecer.
Con el correr de los años cuesta más abrirse, abrir el
corazón. Los porrazos que nos fuimos dando nos endurecieron un poco la piel,
confiamos menos, analizamos más.
Pero otra vez ella, la vida, se ocupa de acomodarte las
ideas; y cuando menos lo esperás te cruza de prepo con las personas justas, en
los momentos indicados.
Estas reflexiones van dedicas a esos locos lindos, a quienes
deseo homenajear narrando algunas sencillas anécdotas que nos tocó compartir;
gestos de enorme valor que han tenido para conmigo; experiencias que hacen que
esos lazos que me vinculan a ellos (a ustedes, en realidad) sean más complejos
que aquellos de la adolescencia, pero también más intensos.
I.
Los
Comunes:
Agosto de 2013 me reunió en un aula con grupo de lo más
heterogéneo, desde las edades, profesiones, intereses, historias de vida, en
fin. Único punto en común: trabajar en la administración pública nacional.
Éramos casi cuarenta arrancando esa diplomatura en políticas
públicas, de los que, pasando los meses, quedamos apenas trece. Y ese número
que suele gozar de tan mala fama, fue realmente un número mágico y virtuoso.
Hablar de solidaridad, compañerismo, colaboración mutua, es
quedarme muy corta. Ni los mismos docentes podían creer que aprovechásemos los
intermedios para tomar café todos juntos, o mate, o celebrar el cumpleaños de
quien tocara. Con torta y todo. O mejor, de ser posible, con el excelso budín
de mandarinas de Paola.
Compartimos momentos de mucha alegría, mucha risa, y también
de los otros. Y así fuimos cobrando dimensión de en qué nos habíamos
convertido.
Cuando se accidentó el hijo de Miguel en la moto y Stella se
movió con todo para contactarlo con el equipo médico del Argerich; cuando operaron
a mi mamá y se presentaron tantos donantes de sangre que ya los mandaban de
vuelta; Marcela informándonos a todos cuando lo intervinieron a Omar… y otros
tantos eventos serios.
Volviendo atrás: ¿por qué “Los Comunes”? Simple. El
diplomado se dividía en dos, el Superior y el… nadie sabía bien cómo llamarlo y
un día uno de los docentes lo citó como “el común”. Ergo, nosotros éramos los “comunes”,
y así medio con bronca y medio en joda, empezamos a auto denominarnos.
Y se armó el grupo de whatsapp. Uffff! Esos grupos de los
que a veces tanto renegamos y terminamos silenciando. Pero hasta en eso resultó
distinto. Hoy quedamos seis o siete en comunicación permanente. Y es
maravilloso. Esperar el saludo diario, comentarnos acontecimientos personales,
laborales, ayudarnos, apoyarnos, hacer catarsis. Teniendo a “La Comuna” –tal el
nombre oficial del grupo-, imposible sentirse solo.
Estando lejos en el interior, laburando y agotada, siempre
llegaba –y siguen llegando-, un comentario mordaz de Pao, un mensaje
tranquilizador de Elvira, las imágenes y videítos del Sensei (alias Cristian),
fotos que sube Ceci de los manjares que cocina, reflexiones de Dani y Ana (que
se fue pero se quedó), los chiquis de Eri, chistes de Miguel, consejos
informáticos de Ale… En fin. Se terminan generando las conversaciones más
locas, las ideas más desopilantes (Pao y yo cual divas de calle Corrientes en
un zampi del depósito), que son un enorme consuelo y cálido remedio contra el
cansancio.
Pero un episodio en particular me llegó al
alma y aun lo atesoro. Se festejaba en el aula el cumple de Pao y yo estaba de
viaje por trabajo, lamentando realmente perdérmelo. A mitad de la mañana me
llegó un mensajito. Juro que no me puse a llorar porque había gente: todo el
grupo se juntó ante el pizarrón posando para la foto, y ahí, con tiza blanca, estaba
escrito un MARU bien grande y dibujada una cabellera llena de rulos (by Sensei).
Estando a más de mil kilómetros de distancia, nunca me hicieron sentir más
cerca y más presente que en esa oportunidad. Fue un gesto único e inolvidable.
Y “Los Comunes” seguimos juntos
por la vida en nuestra “Comuna” de locos inofensivos.
II.
Los
21. (Anticipo)
Dicen que los seres humanos adquirimos hábitos que
representan un anclaje, un vínculo con el mundo en el que nos toca vivir.
No tengo muchos, lo reconozco, pero uno ya supera los 15
años, y contando: el cafecito en la máquina del piso 21. Llegamos a ser cinco
quienes cumplíamos el rito diario del “Tortoni” (así llamamos a la máquina),
casi religiosamente, a las 11, como la misa.
De a poco y por distintos motivos, el grupo se fue
reduciendo (Osval, parece mentira que ya hayan pasado cinco años desde que nos
dejaste). Y así, de golpe, me encontré bajando sola celebrar ese ritual diario
que había ido perdiendo encanto hasta volverse casi mecánico.
Pero como dice Rubén Blades, la vida te da sorpresas.
Y esas sorpresas llegan en forma de esas personas
inesperadas de las que vengo hablando: que son capaces de batirte un café
instantáneo cuando no hay fichas; que comparten anécdotas que dan color y sabor
a un capuccino a veces lavado; que con verte la cara saben cómo te sentís; que
los viernes te convidan caramelos sin los cuales los viernes ya no serían
viernes; que comparten una misma pasión y te alientan para que de una vez, a los
casi 47, te atrevas a abrir las alas y volar. ¡Sí, volar!
Pero bueno, les cuento en la próxima.